lunes, 13 de mayo de 2013

El empresario no explota al trabajador
Juan Ramón Rallo
Foto_ijm La propaganda socialista ha popularizado la idea de que el capitalista explota el trabajador para arrebatarle una parte de su salario. De acuerdo con semejante estampa, el obrero constituye un elemento esencial del proceso de generación de riqueza al que se le adosa un improductivo parásito que le impide retener la totalidad del “fruto de su trabajo”. La realidad, sin embargo, es más bien la opuesta.
El trabajo por el trabajo, la simple aplicación de esfuerzo en cualquier actividad, no genera en sí mismo riqueza. Si lo hiciera, los centenares de miles de viviendas construidas en España durante la burbuja o los aeropuertos vacíos e innecesarios paridos del trabajo humano se erigirían como monumentos a la prosperidad universal. Pero no lo hacen: al contrario, todos coincidimos en la magna dilapidación de recursos que han supuesto. Digamos que el trabajo allí dedicado fue una completa pérdida de tiempo: si los trabajadores que se ocuparon y retuvieron en tan disparatados proyectos hubiesen sido empleados en otras finalidades más útiles, toda la sociedad –empezando por los propios trabajadores– se habría visto beneficiada por esta buena dirección de los esfuerzos.
Que el trabajo sea en muchos casos una condición necesaria para generar riqueza no lo convierte en una condición suficiente. Es verdad que en un orden social extremadamente simple y primitivo casi cualquier trabajo permitía generar riqueza: las necesidades urgentes no satisfechas (alimentación, vestimenta, cobijo, ornamentación…) eran tantas y los medios potenciales para lograrlas eran tan poco variados (fuerza bruta) que, en efecto, lo único que se requería era esfuerzo físico; la coordinación de ese trabajo, sin carecer de importancia, apenas tenía un rol meramente técnico, de modo que era fácil confundir el esfuerzo humano con una condición suficiente para alumbrar bienestar.
Pero, por el contrario, en un orden social altamente complejo, las necesidades no urgentes por ser satisfechas y los medios disponibles para alcanzarlas son de tal enormidad que la función de seleccionar dónde y cómo maximizar en cada momento la creación de riqueza resulta de una importancia básica: no en vano, invertir los recursos de un modo significa no poder invertirlos de otro; es decir, seguir determinados cursos de acción bloquea la posibilidad de seguir otros. He ahí, precisamente, la labor fundamental que realiza el capitalista en su papel de promotor-empresario: seleccionar, bajo su propia responsabilidad y riesgo, aquellos planes de negocio que sí generan valor para los consumidores y a los que, una vez confeccionados, se incorporarán los distintos trabajadores. De la misma manera que para encontrar la salida de un extenso bosque es preferible contar con un buen guía que esforzarse en dar vueltas circulares, a la hora de coordinar a miles de millones de personas en generar riqueza resulta esencial contar con buenos capitanes del navío que eviten que naufrague ese proceso de coordinación social (la famosa “división del trabajo”).
Es entonces, cuando ya conocemos el destino hacia el que debemos dirigirnos –cuando el buen plan de negocios ha sido confeccionado por algún habilidoso empresario–, cuando ese plan puede comenzar a tomar forma contratando a los factores productivos necesarios para implementarlo, entre ellos los trabajadores. Pero fijémonos que el trabajador es sólo un relevante compañero de viaje una vez éste viaje ya se ha iniciado. Si de alguna forma fuese posible prescindir del trabajador (por ejemplo, robotizando su ocupación), el empresario seguiría generando riqueza con su plan de negocios; en cambio, el obrero sería incapaz de hacerlo prescindiendo del plan empresarial de negocios (a menos que él ejerciera de empresario exitoso vía empleo autónomo o cooperativas y confeccionara un plan de negocios tan bueno o mejor que el de sus rivales).
Por consiguiente, es el empresario el que cede al trabajador parte de la riqueza que su plan de negocios crea: lejos de rapiñar la plusvalía del proletario, es el trabajador el que toma parte de la plusvalía que le correspondería al empresario. Marx, por consiguiente, entendió el proceso social del capitalismo justo al revés: no se extraía el valor del proletario al capitalista sino, más bien, del capitalista al proletario. Claro que, también a diferencia de la propaganda marxista, en ningún caso puede decirse que todo ello suponga una explotación del trabajador al empresario: las relaciones laborales son acuerdos voluntarios donde ambas partes salen ganando y por tanto donde no existe parasitismo y sí simbiosis.
En suma. el capitalista proporciona la financiación, el empresario elabora el plan de negocios, el trabajador lo ejecuta en colaboración con muchos otros factores de producción y el consumidor disfruta de los masivos bienes así producidos. Capitalismo de libre mercado, se llama. 
 Fuente: Publicado en VCLNews http://www.vlcnews.es

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